La piedra

Autor: Antonio Luis Vera. Nacido en Paradas (Sevilla) en 1956. Autodidacta, comienza su actividad literaria a principios de los noventa. Su primer galardón lo alcanza con su primer relato, que recibe el segundo premio en el certamen Gecasa. A éste le siguen otros reconocimientos, entre los que se pueden señalar los premios: Ignacio Aldecoa, Gabnel Miró, José Calderón Escalada, Ciudad de Elda, Martín Recuerda, Antonio Porras, ÁIvarez Tendero, Ateneo de Sanlúcar, Rafael Ortega, Carreño, Tiflos, etc.

La Piedra

"Pasaban los años, pero las montañas seguían diciendo siempre lo mismo" Hermann Hesse


-Mi padre... Mi padre decía que la lluvia son las lágrimas de los ángeles; por los pecados de los hombres. Y me parece que hoy, Clodio, las felonías de los cristianos se las hielan al meu santo Gabriel. Descansemos un momento, ya no puedo más -articuló Talio penosamente, sintiendo la lluvia gélida en la cara y dejando la piedra que arrastraban. Después se incorporó para desentumecer los músculos, mientras su compañero se derrumbaba jadeando al borde del sendero.


Desde luego ya no eran jóvenes; no, no era nada extraño que sus huesos se resintieran por el esfuerzo, pensó Talio, mientras buscaba con la mirada las huellas de la trocha por donde caminaban, entre los troncos poderosos de los castaños que se hundían en el barro. Una ráfaga de viento glacial descendió desde las cimas del bosque, para golpear con su hacha gélida los canchales; el aire gimió entre los riscos, se estremecieron los brezos y tiritaron las hayas al sentir su filo insistente, y Talio y su compañero se arroparon en sus capas de lana, cuando un trueno resonó en la lejanía y la fría lluvia se transformaba en nevisca. En la fortaleza de las nubes la Luna se asomó brevemente a la noche y, por unos segundos, Talio pudo divisar, entre las sombras de los helechos, el sendero por donde avanzaban. Los lejanos picos de los Montes de Paradanta se levantaron plateados frente a su vista, y Talio comprobó, al pie de un cadozo, la presencia claroscura del majestuoso carvallo que les señalaba la cercanía de su meta. Después las nubes tornaron a ocultar a la Luna, mientras rebotaba en los farallones el aullido del lobo.


-Vamos, Clodio, continuemos... Sigamos antes de que esta maldita tormenta nos pudra los huesos -pronunció con resignación Talio, volviendo a agarrar las bandas de cuero, para continuar arrastrando su piedra y sus recuerdos. Clodio se incorporó trabajosamente y un lamento gutural brotó de su garganta-. Ya lo sé, Clodio, no es noche para recorrer la montaña. Pero, ¡ánimo! ¡Ya estamos cerca...!

Tenían algo más de treinta y cinco años, y ya eran casi unos ancianos. En realidad ninguno de ellos conocía ciertamente la edad que tenía, pero eso no importaba mucho en su mundo. Para unos campesinos, como ellos, los pergaminos del liber anoe de los clérigos se resumían en el calendario intangible del correr de las estaciones. Así, la segunda mujer de Clodio había muerto por San Eutelo, tras aquel año de buena cosecha de mijo; los hijos, que les quedaban, se les marcharían al agostarse una primavera; las golondrinas eran quienes les traían nietos y las ráfagas invernales las que se los llevaban; a Marica, la rapaza de Clodio, la enterraron cuando florecieron las búgulas, y a Talio dos hijos se le perdieron por las quebradas de las sierras de la Peneda, durante una leva otoñal. Una leva como aquella en la que ellos mismos habían sido reclutados en su juventud para acompañar a las huestes de Vérnula, el favorito del rey García y señor de Soutolobre, y a la que Talio recordaba como una sombra tenebrosa de aldeanos abandonando resignadamente sus chamizos, con sus hoces y guadañas al hombro, en busca de predios humanos que desbrozar, mientras las mujeres, rodeadas de chiquillos confusos y taciturnos, miraban a sus maridos sin un murmullo de queja, sin una mirada de dolor o de ira que pudiera entenebrecerles aún más la partida. Eran las mujeres de su tierra, las mujeres de su aldea que, desde que nacían, se enraizaban como flores a las humedades tiernas de los bosques. Mujeres que se ataban a la servidumbre dura de los campos sin un gesto de reproche hacia sus hombres, y que les entregaban, con un dolor mudo y estoico, los panes de bayas para el camino y un pote de ungüento de lombrices hervidas, para que les adormeciera las heridas, si es que Dios les destinaba, por sus pecados, la suerte de un mal fenecer.


Y las culpas de los hombres tuvieron que ser muchas en aquel verano de su guerra y juventud. La mayoría de sus paisanos habían muerto luchando, intentando hacer retroceder las razzias musulmanas tras las fronteras del Miño, que tiñó sus aguas de rojo y desesperación. En la memoria de Talio todavía resonaban los alaridos de los moribundos arañando afanosamente la tierra, buscando un soplo de vida mientras los caballos piafaban aterrorizados y los estandartes rutilantes de los barones se teñían con la sangre y las almas de los combatientes. Luego una calma grisácea invadió los campos de Oleiros y los cuervos descendieron de las nubes en busca de su carroña. Y el olvido.


Talio y Clodio fueron de los pocos que retornaron a la aldea. A Talio no le habían dañado el cuerpo, pero una profunda lanzada le había sajado en dos el alma. Aparentemente volvió a la rutina de su vida de labriego sin que los horrores de la contienda hubieran derribado las almenas de su corazón, pero la visión de sus compañeros, olvidados en el campo de batalla y destinados a caer de las ramas del árbol de los recuerdos como las hojas en el otoño, había desplegado sus alas sobre los repechos de su pensamiento. Como un halcón monstruoso y turbulento, aquellas visiones terroríficas del mundo, que en su juventud viviera, habían volado incansablemente sobre las convicciones de su espíritu, hasta descender un día, con sus garras aceradas, sobre el vuelo inconmovible de su áspera y ruda impasibilidad. Entonces, por primera vez, Talio meditó sobre el tiempo y la brevedad de la existencia, y llegó a comprender la inconsistencia del presente frente a la inexpugnabilidad del pasado y la vastedad del porvenir. Escuchando de nuevo su nombre en boca de sus convecinos, entendió finalmente la precariedad de la dignidad del ser humano, y Talio, el siervo, sintió que también él escondía, como en un regueiro dormido, la nobleza y el orgullo, pujante y soberano, de la torrentera invernal. Recordó que su padre fue en vida un hombre libre que se llamaba Xoán Piñeiro y que sabía escribir en latín y pagaba el canon herbático por las tierras bacarizas. Y que su abuelo, lector de filósofos y hombres piadosos, fue un clérigo al que llamaron micer Talio de Riobó, hasta que un decreto del papa Benedicto VIII bajó por San Cibrán a lomos de una mula para probar en él la consistencia de su amor por Dios, obligándole a abandonar su familia y anular los derechos legítimos de sus herederos, porque aquel despacho instauraba, sin excepciones, el celibato para los ministros de la Iglesia de la Cristiandad. Y Talio, el siervo, cuando al atardecer se sentaba al calor del hogar y descubría, en el fulgor de las brasas, los cuerpos putrefactos de sus compañeros y el cheiro de los cadáveres hinchados de los frisones desperdigados por los valles, y contemplaba, en la danza vivificante de las llamas, cómo los pueblos se desmoronaban en el torbellino de la guerra y cómo la poca fe de los hombres, como los padres predicadores exclamaban apasionadamente en sus sermones, hacía que Dios tuviese que refugiarse en las escarpaduras más remotas, decidió una madrugada que él no se perdería en el dédalo de las cenizas de los siglos y reclamar, en cuanto tuviera la oportunidad, como cualquier noble infanzón abohetado de alcurnias, su dignidad como hombre rescatándose del olvido.


Y los años encadenaron sus horas, mientras las estrellas afianzaban sus ciclos. Los dramas, aquellos cánticos efímeros que en su mocedad, durante la Misa de Pascua, ensalzaban el encuentro entre las mujeres, que esperaban junto a la tumba de Jesús, y el arcángel, que les daba la buena nueva de su Resurrección, habían tardado en volver, pero habían retornado al fin. Desde que las fronteras del Duero se habían abierto hacia el sur y más allá de sus fértiles riberas, una mañana de promesas había reverdecido dando paso a una añorada era de paz, un tiempo en el que el vertiginoso ailalá renacía de nuevo en las gargantas campesinas para confundirse con el corazón estremecido de los tamboriles y volar, como una invocación de dicha atávica, en las madrugadas de plenilunio, sobre los arroyuelos alegres del Termes y los dólmenes, silenciosos y espectrales, que levantaron otros viejos guerreros también olvidados por el tiempo.


Y las primaveras continuaron suavizando los vientos. Los otoños continuaron revistiendo de oro las hojas de los olmos cuando nuevos hombres y nuevos usos germinaron. Las gentes hablaban de sitios lejanos a los que les decían Cluny, y por nueve sueldos volvieron a comerciarse las vacas de vientre. Los besteiros volvieron a domar a los marañones en las claridades melancólicas de los plenilunios y las mujeres a preparar emplastos de San Basilio para aplacar la satiriasis, aunque aquellos nuevos monjes, a quienes llamaban benedictinos, no aceptaran el poder legendario de las brujas chuchonas y el efecto benéfico de una plegaria a San Carallán, unida a una cabritilla de ofrenda a la meiga de Cabernouro, para conjurar los dolores de las parturientas y reforzar la eficacia del aguardiente de altea.

Pero aquellos monjes, además de sus alocuciones y sus celosas plegarias al Altísimo, también traían oculto, entre los pliegues de sus hábitos y los aromas penetrantes de sus incensarios, el arquetipo sublime de una etérea esperanza; un soplo purificador que debía recorrer como una brisa impetuosa el planisferio de la Cruz. Los monjes traían esculpidas en sus almas la idea de un hombre nuevo, aunque para los labriegos nada hubiese cambiado, porque el sol seguía recorriendo los mismos confines y sembrando las siluetas de los robles en las mismas vaguadas. Sin embargo, pese a que Dios y los hombres continuaron amparándose tras las murallas más infranqueables, Talio presintió que era en aquellas formas macizas y voluminosas, que era en aquellos ábsides curvos, que se erigían lentamente para proteger al Creador y por los que trepaban los coreos de los doladores y zascandileaban las voces volvoretas de los albañiles, donde se guardaba el secreto sibilítico de su más ferviente deseo. Y un anochecer Talio lo descubrió al fin porque, cuando los últimos pilares delimitaron el pórtico de la abadía de Taboexa, reconoció que ese hombre nuevo, que luchaba por nacer, estaba encarcelado en él.


Y ahora Talio y Clodio avanzaban, arrastrando su piedra, mientras el aullido del lobo se elevaba en la noche. Clodio, con el que compartía sus sueños, aunque a veces no llegara a entenderlos. Clodio, al que tuvo que coserle el rostro cuando un hachazo le abrió la máscara desencajada de su cara. Clodio, el sombrío, cuya alma perdió desde entonces el don de la palabra y que vivía aislado en la aldea, encerrado en el silencio ardiente de su pensamiento rudo y miserable. Clodio, que tiraba de la pesada piedra como si fuesen los pecados de la desesperación del Universo, que era su amigo y al que una mañana le entregó toda su existencia confiándole su secreto.

Cuando se percataron de que la nevisca había parado, Talio y Clodio respiraban profusamente para recuperar el resuello. De repente un viento confuso se despertó, dispersando la nubarrada. Talio sintió que le traspasaba los mitones con los que se protegía las manos. Entre las ramas desnudas y espectrales del carvallo, el ulular del aire parecía recriminarles su presencia, y Talio advirtió que se le aceleraba el pulso al pensar en los druidas, aquellos sacerdotes de los bosques que buscaban a los caminantes solitarios para abrirles las entrañas y que hablaban con los robles. El espasmo del terror bombeó en sus venas y Talio se persignó impulsivamente, mientras elevaba una plegaria a la Virgen del Corpiño para calmar su desazón. Luego, de repente, los contornos de la abadía de Taboexa se le descubrieron a la luz fría de la Luna, y Talio notó que la alegría le latía en las sienes y que un clamor de alborozo le quemaba el corazón. ¡Allí estaba! ¡Al fin lo habían conseguido!


Olvidándose del cansancio, con un impulso eufórico, Talio y Clodio volvieron a retomar sus tiras de cuero y a arrastrar su carga. Mientras se acercaban a la abadía como unos cirineos cautelosos, en la imprecisión del claror pálido de la Luna, Talio repasó en los recovecos de su memoria los detalles de su plan. Revisó la edificación, comprobando las obras de mampostería del pórtico y los entramados de argamasa; escrutó en las pilastras y reconoció las columnas del baptisterio, y llegó hasta aquel lugar del muro que él había seleccionado y donde el mortero aún esperaría, hasta que con la primavera llegara otra vez el buen tiempo, las órdenes de los maestros de obras. Allí era donde aquella noche ensamblarían su sillar, su deseo escondido que les perpetuaría como hombres.


Avanzando por el lodo de los primeros aguanieves del invierno, llegaron hasta los pórticos de la abadía. Pasaron bajo el arco de la escalinata jadeando, tirando trabajosamente de la piedra. Entonces, de improviso, un escalofrío de espanto animal se les aferró al alma, cuando un viento negro ululó por las columnas y escapó hacia el cielo abierto del crucero. El plañido profundo, que nació en Clodio, consiguió despertar todos los terrores dormidos de Talio, que comenzó a tirar de la piedra frenéticamente, mientras miraba a la Luna, que parecía sonreírles como una diosa espectral. Y a la memoria de Talio vinieron viejas historias de aparecidos, cuando notaba que se le agolpaban en el alma todas las supersticiones milenarias de su pueblo.

-¡Vamos, Clodio, unos metros más! ¡Éste es un lugar sagrado y seguro que no nos puede pasar nada...! -exclamó, sin apenas convicción.


La hierba aplastada surgía como el camino amargo de la desolación cuando llegaban al lugar elegido. Allí, en la negrura, soltaron nerviosamente las bandas de cuero que ceñían el sillar. A continuación Talio se dispuso a preparar la argamasa que transportaban en un saco. Clodio, con los ojos desencajados, miraba a un lado y a otro como si se encontraran en los umbrales del infierno. Acechaba a su alrededor como si esperase que se le abalanzaran los demonios más perversos de sus pesadillas, y clavaba frenéticamente sus ojos y sus terrores en los muros cubiertos de enredaderas, intentando descubrir, en las profundidades de los altares laterales humedecidos por el moho, los íncubos dantescos que forjaba su imaginación. Cuando la nevisca afirmó su fiereza, un lamento infantil enronqueció en su garganta.

-¡Valor, Clodio, ya he terminado! ¡Agarra por ese lado y coloquemos la piedra en su sitio!

En la oscuridad, con los músculos en tensión, izaron la pesada piedra. Entonces Talio resbaló. Clodio lanzó un aullido a los cielos, notando que la piedra se giraba y que caían tras ella. Una arista de dolor acrecentó la maldición de Talio.


-¡Otra vez...! ¡Levántate...! ¡Vamos, maldito, levántate...!


Sin preocuparse por su herida, Talio incorporó salvajemente a Clodio. La sangre le empapaba la ropa como una savia caliente. Sentía que el pánico le encharcaba la mente y que las sienes le latían con la sangre turbia de sus deseos de huida. Miró entonces la sombra tenebrosa de su piedra y sintió que ésta le infundía el valor que necesitaba para volver a tirar de ella.

Una vez más sus músculos quisieron convertirse en los troncos soberanos de los robles. Se tensaron como cuerdas de ballestas y, poco a poco, afirmando los pasos en la lobreguez que los envolvía, Talio y Clodio llevaron la piedra junto a los otros sillares. Luego, con un supremo esfuerzo, la colocaron en su sitio.


-¡Lo hemos conseguido, Clodio! ¡Gracias a la Virgen, ya está! ¡Ya podemos irnos...!


Talio inició el retorno seguido de Clodio. Agotados, resbalando bajo la lluvia, volvieron a cruzar los pórticos de Taboexa, en busca de su sendero. Mientras avanzaban penosamente de vuelta a sus hogares, mientras retornaban bajo aquellos primeros aguanieves del invierno, mirando hacia los siglos venideros, Talio no dudó que sus vidas ya tenían un sentido. Con el alma henchida de alegría, contempló a los hijos de sus hijos reencontrándoles en los tiempos futuros, cuando concluyeran los altares de Taboexa y los cirios encendidos hablaran del amor de los hombres hacia su Creador. Con el alma rebosante de esperanza, Talio percibió cómo le hallaban en una esquina de aquel sillar recóndito y humilde de un muro de la abadía de Taboexa, y cómo los hijos de sus hijos, sus infinitas generaciones, cuando se arrodillaban para encontrarse con Dios, al pasar las yemas de los dedos sobre su piedra, deletreaban en aquellos trazos diminutos y humildes que casi le habían costado una vida descubrir y muchas noches de esfuerzo grabar: "Talio, que nació siervo, tuvo un amigo que se llamó Clodio. Siempre fue un hombre con el alma libre. Su padre se llamó Xoán Piñeiro. Y el padre de su padre micer Talio de Riobó".


Y Talio, mientras sentía que sus temores ancestrales se le diluían como la escarcha al amanecer, no llegó a intuir que era el Destino el único espectro real que vagaba aquella noche sobre los caminos solitarios de la Tierra. Que el Destino, aquella madrugada, cuando vagabundeaba por las soledades de los montes y valles de Paradanta, había decidido perversamente que ellos nunca serían rescatados del olvido. Y es que macabramente, con la caída del sillar, el Destino, dando la vuelta al Universo, los relegaba a la desmemoria de los siglos por toda la Eternidad, porque en definitiva, mientras ellos caminaban hacia su aldea, su recuerdo, sus nombres, sus vidas, aquellas letras esculpidas trabajosamente sobre una cara de su piedra, llenaban sus concavidades y fraguaban sus trazos con la argamasa que las adhería a un sillar, también recóndito y humilde, de la pequeña abadía de Taboexa...

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